Este año Don Aniceto no sembró cempasúchil porque «está el riesgo de que te roben en el camino y terminar endeudado. Aquí a la gente la cortan, despellejan y matan como si fueran gallinas».
Es en el paisaje rural mexicano de Guerrero, dónde se entiende que las arañas de plástico con que se decoran casas y altares en la ciudad tiene un origen real: la temporada de cempasúchil viene acompañada de cientos de arañas con el cuerpo del tamaño de un encendedor, que tejen con sus patas como agujas las telas que adornan naturalmente el camino de entrada a la Escuela. Los retratos de los 43 que cuelgan entre ellas, atentos y expectantes, indican que uno ya está allí, en el corazón de la comunidad.
A los normalistas la cosecha no se las arruinó la violencia, sino una pandilla de vacas que saqueó, a mordidas, la cabeza dorada de sus flores. Los normalistas, que reciben una magra pensión que paga por cabeza el Estado para sostener el régimen de internado, tienen además módulos de producción que les permiten sobrevivir, o apuntalar trabajando las necesidades de los 500 varones que forman su currícula y claro está, a las 50 personas de la administración y los profes.
En cambio, el patio de la casa de Aniceto es una postal del paraíso: además de la tapayola, que es otra de las formas de llamar al cempasúchil, hay flor de calabaza, plantas de café, hay perejil, papaya y árboles de plátano. Al fondo destacan unas flores pequeñas y blancas, llamadas mata de nube, que también se ocupan para los altares de los muertos. Todo esto es producto de la paciencia y el cuidado diario, la persistencia del andar sin pausa. Así siembra Don José, vecino de Aniceto, porque dice que cuando intenta hacerlo más rápido, se cansa pronto.
El proceso tarda de ocho a diez semanas, pero todo depende de la semilla. A la semilla de la flor se le llama pachole, que se extrae y se pone a secar durante cuatro días. Mientras la semilla seca, la tierra se prepara: se voltea y se la trabaja para que quede sin terrones, que esté suave para recibir la semillitas, luego de que se remoja el campo. El pachole se mete, más o menos cada 15 centímetros, a lo largo de la hilera de tierra preparada, enterrando con el pulgar un montoncito de semillas. A mano, a gatas en el piso, sembrando. Quince días después, se trasplantan las que han crecido en buenas condiciones. Se riegan cada cinco días, luego cada ocho y al final cada diez días.
Don José lleva más de 50 años repitiendo ese trabajo, que le permite cosechar la tapayola y también otra, la flor de terciopelo, violeta y suave como una capa de princesa. José explica que sus flores también se usan para otras fiestas además de la de muertos, como el día de la Santa Cruz, que es el 3 de mayo; para el día de las madres, la Virgen de Guadalupe y San Judas Tadeo. Todos ellos reciben con beneplácito a la flor de los muchos pétalos, que imita al sol en forma y color.
Arruinada su cosecha de cempasúchil por las vacas pandilleras, los estudiantes encargados de los módulos de producción en Ayotzinapa intentaron, de todos modos, mover hacia la capital la producción de sus vecinos, como hacen cada año en estas fechas, para resolver colectivamente un problema que los atañe individualmente: la comercialización de su producto. Este año, esa puerta también la cerró la violencia que arrecia en el Estado.
Según publicó Luis Blancas en el periódico El Sur de Guerrero, el conteo de fallecidos que lleva la prensa ascendió a 1919 homicidios en ese estado en lo que va del 2017. La ONG Semáforo Delictivo cuenta 1726 y el dato oficial es de menos de mil muertos.
Don Aniceto dice que eso fue lo que hizo que él este año no sembrara cempasúchil, que no se animara a trabajar con nadie. Siendo un campesino, no tiene tierra; entonces consigue un terreno prestado dónde trabajar, con quien se endeuda, y a quienes paga una vez que ha vendido la cosecha. Es un riesgo, una apuesta producir en el campo. Este año, no la siguió: Es jugársela, dice, porque nadie quiere mandar a su gente por la flor, y llevarla a la ciudad cuesta un montón. «Está el riesgo de que te roben en el camino y terminar endeudado. Aquí a la gente la cortan, despellejan y matan como si fueran gallinas, es el gobierno el que ha hecho este lugar tan peligroso.»
Mientras Don Aniceto dice estas palabras, en la mañana del sábado 28 de Octubre, el Colectivo Siempre Vivos de Chilapa, un pueblo a dos horas de la Normal, recibió los restos de un hombre que llevaba tres años desaparecido. Epifanio Santos Jerónimo era originario de la comunidad Jagüel y fue asesinado y decapitado. Su cuerpo apareció junto a otros diez, decapitados y quemados, el 27 de Noviembre de 2014, en el crucero de Ayahualulco, en Chilapa. Esto fue seis días después que Epifanio hubiese desaparecido y desde entonces su cuerpo estuvo en el servicio médico forense, sin ser identificado.
Todo el tiempo que tardó la fiscalía en identificar el cadáver, dijo un periodista local que ha seguido el caso, fue mantenerlo desaparecido durante tres años, mientras los familiares lo buscaron todo ese tiempo.
Los periodistas, lógicamente, también han tenido que diseñar estrategias para poder trabajar en medio de la sangre y los balazos. En Chilpancingo, ha muerto la exclusiva. El grupo de periodistas que cubre la noticia local se mueve en bola, espera junto en un local sindical, se comparte la información sin miramientos. Es uno de ellos el que recibe el aviso de la nota roja, y todos corremos a la dirección indicada. Un tiroteo en una cancha de fútbol antes de comenzar el partido. Tres fallecidos
En la colonia CNOP, la gente se amontonaba en las rejas esperando el inicio del partido, cuando una moto pasó despacito junto a ellos y comenzó a disparar, al menos cuatro balazos, con una pistola 9 mm. La gente corrió despavorida y sin rumbo mientras la moto se alejaba y pasaba el peligro en que quedaron sumergidos, de manera instantánea un domingo a la tarde. El barrio enmudece. Hay tres chicos en el piso: Marcos, Erick y Henry. Sus familiares corren hacia ellos y la gente de alrededor se queda paralizada. Primero llega la policía, después los paramédicos. La multitud impide que la policía toque los cuerpos: los empujan, les tiran botellas, los amenazan con palos. Para ese momento, veinte minutos más tarde, ya murieron Erick y Henry producto de los balazos recibidos. La ambulancia se los lleva a ellos, pero deja en el lugar a Marcos, herido.
Cuando llegamos, su madre ruega a gritos que lo transporten aunque sea en las patrullas, que ella los acompaña, pero los uniformados están replegados y no ayudan. Se alejan. Sonríen. Es un vecino quien presta la camioneta y en la caja cargan el cuerpo del muchacho herido. Los vecinos cuentan que hace un año, dos mujeres fueron asesinadas en esa cancha de fútbol y hace cuatro, una chica llamada Jossy Mar y un vecino, Jacinto Nava. Todos tiroteados.
Los estudiantes de Ayotzinapa finalmente no trasladaron las flores de los vecinos, porque no hubo quien se arriesgara a comprar lo producido en esa zona. La tapayola florecida quedó brillando en los campos que rodean a Chilapa, Tixtla y Chilpancingo mientras la sangre riega la ciudad.
La flor de los muchos pétalos resultó herida y quedó atrapada en el fuego cruzado. Una muestra de cómo la violencia desatada tiene mil implicaciones, y afecta a todo el que se cruce con ella, quiera o no. Las almas que el aroma del cempasúchil ayuda a llegar con sus seres queridos, volverán por miles a estas tierras, a dónde una bala les impidió, demasiado pronto, decir adiós.